No se puede hacer
todo en la vida. En determinadas circunstancias priorizar es la única opción. Cuando aprendemos a tomar las
decisiones clave, nuestra capacidad de hacer de manera efectiva y eficaz alcanza
nuevas alturas...
Tratar de manejar
nuestras actividades sin asignar prioridades, simplemente queriéndolo hacer
todo, es una gran receta para el fracaso. Todas las cosas no tienen la misma importancia, y la
consecuencia más clara de no priorizar adecuadamente se refleja en un pobre
rendimiento general y una incapacidad para tomar decisiones que limita nuestra
habilidad de hacer.
La toma de decisión
es un proceso complejo que pone en juego nuestra valoración de las cosas.
Siempre elegimos entre diferentes alternativas. A veces es fácil pero la
mayoría de las veces no lo es. Asumir que todo tiene la misma importancia es
como decir que todo nos da igual, y esto sencillamente no es cierto. No lo fue
nunca y nunca lo será.
El pedido de un
cliente que nos da de comer a diario no puede tener la misma importancia que el
de uno que apenas nos deja migajas. La solicitud de ayuda de un desconocido no
vale para nosotros lo mismo que la de un ser querido.
Desde ya que lo
cortés no quita lo valiente, y debemos ser educados y cuidadosos en la forma en
que manejamos nuestro asignación de prioridades, pero es perfectamente legítimo
que pongamos nuestros valores sobre la mesa a la hora de tomar decisiones. Los
demás hacen lo mismo, y reconocerán y respetarán de inmediato a quien lo hace
con integridad.
Para hacer más
complicado el tema, el valor no es una cosa estática y válida para todos por la
sencilla razón de que es “subjetivo” por naturaleza. Por eso nadie puede dar
una lista con pesos o valores predefinidos y universales asignados a las diferentes
tareas. Las prioridades cambian de persona a persona, porque las valoraciones
son diferentes para cada individuo, de la misma manera que es diferente su
experiencia previa y diferente es la coyuntura con la que debe lidiar en ese
momento.
La “subjetividad del
valor”, un concepto de la economía que define la esencia del proceso de mercado
y de su consecuente estructura de precios, es un elemento indispensable para
entender nuestro accionar como individuos.
Actuamos para cambiar
un estado de cosas que no nos satisface por otro que sí lo haga. Y lo hacemos
con arreglo a nuestra escala de valores.
Ludwig Von Mises, en su
obra “La Acción Humana”, nos explica que
“[…] El juicio de
valor no se mide, se limita a ordenar en escala gradual; antepone unas cosas a
otras. El valor no se expresa mediante peso ni medida, sino que se formula a
través de un orden de preferencias y secuencias. En el mundo del valor sólo son
aplicables los números ordinales; nunca los cardinales. […] La diferencia
valorativa entre dos situaciones determinadas es puramente psíquica y personal.
No cabe trasladarla al exterior. Sólo el propio interesado puede apreciarla y
ni siquiera él sabe concretamente describirla a otros[…][i]”
Así podemos ver que nuestra
asignación de prioridades es un proceso dinámico que reflejará nuestra
valoración de los hechos con cada decisión que tomemos. Con cada acción
pondremos de manifiesto lo que preferimos, porque lo que no hacemos es el costo
que pagamos por nuestra elección.
Cuando no
priorizamos, reflejamos en nuestro accionar una escala de valores ajena. Es
precisamente allí cuando damos el control a terceros y nos convertimos en
marionetas sin rumbo propio.
Lo que nosotros
buscamos es alcanzar nuestra visión, aquello que anhelamos. Esta debe ser
coherente con nuestra misión y las metas que nos proponemos lograr en
consecuencia. Nuestros valores se reflejan allí y estos permearán a nuestra
asignación de prioridades.
Debemos priorizar
todo el tiempo, no sólo cuando estamos contra una pared. Es fundamental acostumbrarnos
a tomar decisiones una y otra vez, pagando los costos que ellas conllevan y aprendiendo
de nuestros errores en un proceso de mejora continua que nos llevará de a poco
a encontrar el camino hacia nuestros más anhelados objetivos.
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